Estaba
sentada en uno de los últimos asientos deseando sólo
recordar a Victor adornado con la ternura de sus fantasías.
Los ruidos del colectivo?
No le importaban, serían una música para su imaginación
enamorada. Entornó los ojos sensualmente y volvió a
saborear la hermosa tarde de ayer que retornaba en imágenes
deliciosas y en las palabras zalameras que él, entre alegrías
le dedicaba; la sangre se le puso más intensa y su rostro,
esclavo de las emociones, dibujó bienestar.
AGIL, tal vez un poco irreal, como brotado de un hueco del colectivo,
apareció el personaje de las ofertas increíbles. De
pie, pretenciosamente erguido, se lo veía plástico y
movedizo: sin duda en cualquier instante comenzaría a explicar
las ventajas de su venta a la que llamaría enfáticamente
“un regalo”.
Otro vendedor protestó Ysabel para sí misma,
aunque no se quejaba seriamente; ella los admiraba porque hablaban
demasiado bien, rápido y con tanto desparpajo que los observaba
como si fueran actores callejeros, que además cobraban poco:
todo lo que vendían costaba solamente algunos pesos. Siempre
los miraba como si esa vez los descubriera.
Se dijo “NO”. Basta de agujas, enchufes, peines o cubiertos
repetidos; ella no podía olvidarse que ya todo lo había
comprado.
EL HOMBRECILLO se agrandaba mientras con su mirada inquisidora reparaba
en cada uno de los pasajeros, sonriendo para que lo vieran agradable.
Estaba casi apoyado sobre el asiento del conductor y antes de darle
la espalda pidió permiso para comenzar. El chofer lo autorizó
con su silencio, mientras pensaba en José María Gatíca,
el primero en vender chucherías en los ómnibus que corrían
entre Avellaneda y la Boca del Riachuelo.
Ahora Ysabel regresaba al accidente del domingo cuando Víctor
quiso asegurarle una cerradura con aquel destornillador que compró
en el viaje a Morón:
-Directamente de fábrica- así les dijo aquel fullero-
hoy les ofrezco este destornillador con un excepcional adaptador para
cuatro medidas diferentes. Cuando el vendedor probaba el aparato en
el aire podían verse los tornillos saltando por todos lados.
Victor se lastimó las manos y la cerradura continúa
fallada. Como lo hacen todos, aquel también decía:
-Todo al increíble precio de cincuenta pesos. Nadie lo llamó,
pero él repitió varias veces “un momento, por
favor”.
AUN NO había comenzado a exhibir las fabulosas oportunidades
y seguramente para crear un clima de mayor expectativa, mantenía
su valija cerrada.
Movió sus manos en ademán de recitador efectista, llamó
la atención con gestos y movimientos y empezó a decir:
-Señores pasajeros, por gentileza del conductor voy a distraer
brevemente la atención de ustedes - Dijo “gracias”,
sin que se supiera por qué y se mostró procurando sonreir;
paseó su vista por todo el vehículo, mirando con atención
las pocas personas que viajaban en ese momento.
No podía olvidar cuántos libros se había llevado
por cincuenta pesos y como Ysabel no buscaba excusas tenía tiempo
y leía lo que compraba. El de la cría del canario lo
explicaba todo perfectamente, recalcando al final de cada capítulo:
“en caso de dudas ver al veterinario”. Cuánto le
alegraron los mapas; eran tan coloridos y minuciosos que hasta encontró
al Japón y se enteró de la ubicación de la enorme
isla de Groenlandia: por cincuenta pesos sus sueños pudieron viajar.
“RECONOZCO la oportunidad que gentilmente me brindan y les adelanto
que con la inestimable colaboración de ustedes me podré
retirar en unos pocos minutos. Los molestaré lo menos posible!”
- HOY no le compro -sentenció Ysabel, pero enseguida agregó,
también para sí misma y por si el acaso era favorable,
SALVO que sea algo realmente útil y barato. Su memoria le recordaba
que tenía tres enchufes con alargues, los portadocumentos múltiples
y varias cruces que ya se oxidaron.
EL HOMBRE de las ofertas alzó rápida su mano derecha,
la que al aquietarse en el aire mostró un revólver perfectamente
empavonado que seguramente costaría más de cincuenta pesos.
Algunos pasajeros no le prestaban todavía demasiada atención
y preferían el espectáculo cambiante de las calles de
ese barrio desolado. Ysabel quería saber que haría con
ese artefacto, pues así fuera barato y sirviera de encendedor,
a ella que no fumaba para qué le serviría?
Pensó un poco más, quería ser razonable y finalmente
se dijo que era muy grande para costar cincuenta pesos.
EL CHARLATÁN, ahora con sus maneras muy endurecidas, rotaba
el arma despaciosamente por el lugar, apuntando por momentos al chofer
y en otros a los pasajeros. El revólver brillaba impecable
atrayendo todas las miradas y dominando las voluntades.
Hablando apurado y remarcando las palabras, ordenó que llenaran
su valija que abierta esperaba ser ocupada con el botín.
Cordial, pero enérgico, les aclaró; “de a uno
por vez... por favor”.
Carlos Pensa |