Cuentos Urbanos  
         
     
   
Ilustración de tapa
 
 
Nilda Aquadici
 
 
 
         
      Ese gato
       
           Avanza hacia la madrugada un día cualquiera de verano.
     Mis ojos, inoportunamente abiertos, impiden que me preocupe por datos cronológicos; el cansancio es enemigo de la precisión.
     El insomnio me lleva a imaginar cosas que no existen para gentes normales.
     Continúo acostado en mi oscura habitación.
     Como tantas otras veces intento relajarme y seguir entregado a lo que debió ser un descanso reparador.
     Todo es parejamente negro, nada veo y sin embargo conozco detalladamente cada objeto del cuarto que me contiene.
     Ideo circunstancias gratas y cosas bellas; además de agradarme, quiero dormir.
     A mis caprichos les pongo nombre, les asigno rostros; son siempre bellas.
     Igualmente continúo trasnochado.
     Una sirena ululante corre por alguna calle del barrio: quizás busque una pizza tibia para los hombres de la guardia policial, o será tal vez una ambulancia que lleva la infaltable yerba mate, para los que cumplen su vigilia en el hospital.
     Sea lo que fuere, me levanto, llevado de la mano por mi desvelo.
     Alguna luz, aunque escasa, me levanto, me acompañará en esta búsqueda del sueño que debe llegar.
     Bebo algo fresco; dejo el vaso transpirado de frío. La nocturnidad me muestra dos ojos brillantes de felino. El gato que no tengo me mira interrogante; no puede comprender qué hago de pie, a estas altas horas de la noche.
     No dudo de que si me acompañara habitualmente, me vería muy seguido, caminando la noche con ropa de cama.
     Sentado en la sala de estar, el animal, apoyado en sus patas posteriores me sigue el andar.
     Tomo una revista; quiero dedicar mi alta de sueño a la información.
     Ese gato, allí a mi frente, tan cerca y al parecer pendiente de mí, me impide concentrarme.
     Clavo los ojos y presto atención a lo que dispuse leer; me deprimen los títulos tan pobres de este importante semanario.
     El gato ronronea.
     No puedo creer que lo escucho; yo sé que no existe.
     A pesar de mis razones, está allí con su color indefinido.
     Lo veo con menos precisión que a los otros objetos de la sala.
     Lo observo; el gato también me mira.
     Pruebo cambiar de lugar; compruebo que se mueve.
     Dejo la sala y paso a mi habitación.
     Miau... Miau... Miau.
     Escucho claramente sin querer dar crédito. Marcha por la sala, lento, sereno e indiferente, como todos los de su especie.
     No es posible, no pudo entrar; desconozco su realidad.
     Apago las luces, para borrar así mi fantasía.
     Me llega su respiración a borbollones; además escucho claramente sus pisadas, que son leves. Supongo que camina por la sala y viene hacia la habitación.
     La luz responde a mi orden e ilumina el dormitorio.
     El gato se acerca; mueve la cola con secuencias de péndulo en cruz. Se roza voluptuosamente con una silla.
     Sonrío.
     Finalmente lo acepto.
     Jugaré con él.
     Me acerco al gatito y extiendo mi mano derecha con ánimo amistoso; quiero ser cálido con camaradería.
     Llego a su sitio, mi diestra desciendo...
     Ya no está!
     Lo busco muy atentamente; recorro los lugares; pongo todas las luces y no lo encuentro.
     A ese gato ya lo quería, pero no está.
     Decepcionado, triste y más solo que antes, cancelo todas las luces, volcándome en mi cama.
     Antes de intentar dormir tomo una decisión: mañana preguntaré a mi madre, qué debo hacer para tener un gato, en este mi departamento de solitario.
       
      Sin Vida  
   
       Conducía el volante de mi negro corcel, con lucientes cromados y pistones de acero.
     Ese asfalto plano, amplio y bien cuidado, me hacía soñar carreras que sabía sin destino; no tenía prisa pero igual me apresuraba.
     El frente del vehículo, de impecable transparencia, obsequiaba un panorama luminoso: azul parejo en lo alto y un sol cálido y clarificante por todos lados.
     Vivía en un día próximo a la primavera: el verdor vegetal estaba ornado con flores de futuro.
     Mi marcha era veloz; creía estar feliz y me ufanaba de ser quien era.
     Devoraba goloso la jornada, mientras cumplía satisfecho mi tarea rutinaria.
     Las pocas casas cercanas a la senda, me parecieron muy bonitas; el color de los pastos se ofrecía variado con sus múltiples tonos. Las circunstancias otorgaban a este paseo un especial contorno bucólico.
     La larga franja del camino, que se encontraba vacía, me hizo avivar más y más el andar de mi bólido mecánico; me sentía poderoso, quizás guiando un cohete imaginario, dueño de su dirección y de sus controles; mi razón y mis sentidos vibraban calientes desde el mullido asiento que me soportaba.
     Todo marchaba bien, sin contratiempos; la música de la radio, sinfonía de grandes, me conmovía el alma.
     -Lo perfecto es de dioses- me dije- y ellos no quieren competencia.
     Escuché un ruido seco sobre el vidrio delantero; fue un sonido contundente, inesperado y perfectamente audible.
     Concentré mi atención; esforcé mi mirada intentando mejorar la visión: necesite saber lo que había ocurrido.
     Aquello que sin querer atropellara, saltó por el aire; pareció no ir muy lejos, y noté que fue arrojado hacia los costados de la ruta.
     Tan rápido como pude detuve el andar; a los pocos metros estacioné a la vera del camino. Bajé nervioso, quise moverme apurado; no podía dejar de imaginar las consecuencias de mi torpe prisa. Suponía algo grave que nunca dejaría mi memoria.
     Sufrí mi impotencia por la vida que pude haber destruido; deshice la distancia que me separaba del lugar del accidente.
     Busqué ansiosamente aquello que estaría mutilado, por obra de mi carrera loca.
     Mis ojos asustados dieron con la víctima destrozada: yacía dispersa sobre el campo verde; aún mantenía ese tono rosado que diera fe de su existir. Su vida, la mía, la de todos; fundamentalmente la vida: siempre medité sobre lo mucho que encierra esa creación sublime; medité sobre el respeto incomparable que aquello que es vital suscita. Así como veneré la maravilla de la existencia también siempre creí que cada uno es el dueño de su vida desde que ésta le es otorgada; pensé apasionadamente que se la tiene en función de su goce pleno; entendí que cada ser decide con indiscutible e inalienable derecho, el momento en que debe cesar su vida. El nacer nos da derecho a decidir el momento oportuno de la muerte.
     Ahora sentía violadas mis creencias por mi actuación, que quise justificar creyéndola involuntaria.
     Divisé algunos trozos por allí, otros los veía más lejanos; me figuré que algunos no lograría verlos.
     No dudé de que el mal era irreparable.
     Me sentí endurecido por mi incapacidad para reconstruir semejante daño.
     El apuro innecesario y mi máquina potente y fría armaron este azar.
     Desecha y dispersa sólo el sol la acariciaba.
     Sin embargo por mucho que sufra o me lamente, aquella rosa ya no tendrá vida.